«Ni en África vivimos así»
Mame saca agua de un pozo que hay debajo de un árbol. Está rodeado de abejas y el suelo embarrado, pero él parece ajeno a todo ello. Mame tira con fuerza de la cuerda varias veces, hasta ver aparecer un rebosante cubo de plástico blanco. El agua que consigue la emplea para lavar su ropa.
Ahora, Mame lleva dos meses en Lepe (Huelva). Es la temporada de la fresa. Está instalado en el mayor gueto de jornaleros africanos que hay en toda la provincia onubense: alrededor de 600 personas viven distribuidas en unas 200 chabolas de plástico, maderas y cartones que hay justo al lado del cementerio municipal del pueblo. A menos de 50 metros hay un McDonald’s y una tienda de Decathlon. Dos mundos separados por una carretera.
“En mis sueños más locos, nunca había imaginado vivir así”, dice Mame en un meritorio castellano. Cuando aún vivía en Dakar, estudió español durante cuatro años. “Esto de aquí yo no lo conocía. En mi país no existe nada igual. Estamos en un gueto de morenos. Ni en África vivimos así. Existen mejor condiciones en los barrios más pobres”.
En ‘las chabolas del cementerio’, como se conoce al asentamiento, predominan los marroquíes, los argelinos, los senegaleses, los costamarfileños y los malienses. En la actualidad, hay tres mujeres viviendo entre sus calles de tierra. Cuando llega la época de recogida de la fresa, miles de jornaleros africanos llegan a Lepe y a otras localidades vecinas como Cartaya, Rociana o Almonte para trabajar en el campo.
Pero los jornaleros africanos tienen un problema de acceso a la vivienda: los vecinos del pueblo no les alquilan sus casas, como sí dice Mame que ocurre en otros puntos de España en los que él ha estado. Sucede pese a que el Ayuntamiento de Lepe realiza bonificaciones en los impuestos locales de urbanismo a quienes arrienden sus residencias a los inmigrantes.
«La piel negra está maldita»
“Aquí, en estas tierras, la piel negra está maldita. La gente debería darse cuenta de que tenemos sueños y un corazón como todo el mundo”. A Mame se le enrojecen los ojos cuando reflexiona acerca de su vida aquí. Sabe que quiere volver a Senegal, pero es consciente de que no es el momento. Ha de seguir mandando dinero a Dakar para su mujer y sus dos hijas, de cuatro y nueve años. En la última década, sólo ha pisado su país en cuatro ocasiones. En ese tiempo ha perdido a sus dos padres.
“Deberían ayudar a integrarnos”, dice Mame mientras nos conduce a su chabola. “Yo no quiero vivir aquí, pero tampoco se me da otra opción”.
En la chabola de Bala
Mame vive junto a otro senegalés amigo suyo. Se llama Bala. Cuando Mame llegó a Lepe, Bala le ofreció instalarse en su chabola durante el tiempo que necesitara. El compatriota de Mame no tiene papeles. Sin embargo, como a él, no le falta el trabajo en el campo.
En este gueto, los subsaharianos con los papeles en regla les prestan sus documentos de identidad a los irregulares cuando una empresa temporal los quiere contratar para ir al campo. Como es una fotocopia en blanco y negro de un hombre de piel negra, el engaño es sencillo.
“A veces se nos pide 50 euros. Otras, 100. Es lógico, es la única forma de trabajar”, dice Bala, que tiene 35 años. Bala lleva 12 años en España. No tiene papeles. En Lepe reside algo más de un año. Llegó pocas semanas antes del incendio que en junio de 2017 calcinó todo el asentamiento. Tras las llamas, le tocó volver a levantar su choza con los cartones y plásticos que iba encontrando por la calle. Ahora, su amigo Mame, al que ha acogido, le enseña a escribir y hablar castellano.
Bala era pescador en Senegal. Llegó en cayuco a Las Palmas de Gran Canaria. Fue una travesía de siete días que prefiere no recordar ante el reportero. Bala hoy no ha trabajado. Mañana sí tendrá que volver al tajo. Pese al esfuerzo que requiere el campo, quiere cumplir el Ramadán porque es musulmán. El hecho de que en 12 años apenas sepa hablar castellano es el indicio más claro de que no ha logrado integrarse entre la población local.
“Llevo todo este tiempo sin ver a mi mujer”, dice Bala. “No he podido acudir al entierro de mis padres. No tener papeles es un infierno porque es como si no fuera nadie”. Bala y Mame se conocieron en Aragón. Desde ese día, siempre que pueden están juntos. “Como hermanos”, dice Mame. “Estamos unidos en nuestra lucha”.
Cruz Roja, Cepaim, Asnuci: la labor callada
El asentamiento junto al cementerio municipal de Lepe comenzó a formarse allá por el año 2000, cuando los inmigrantes empezaron a instalar sus tiendas de campaña en una explanada de tierra colindante al camposanto. Venían atraídos por el trabajo en el campo.
Organizaciones como Cruz Roja, Cepaim o Asnuci sirven de ayuda sobre el terreno a los inmigrantes. Les facilitan comida, ropa o asesoramiento jurídico. En el caso de Asnuci, sus socios son los propios jornaleros africanos, que pagan una cuota mensual de cinco euros y medios por la que disfrutan, entre otros servicios, de una sede donde se imparten cursos o donde tienen acceso a una red wifi.
“Casi cada año se produce un incendio en este gueto. Es la hora de volver a empezar para todos ellos”, dice Antonio Abad, coordinador de proyectos de Asnuci. “El hecho de que la gente se arraigue aquí y no encuentre una mejor vida provoca que haya personas con problemas como el alcoholismo. Otro drama para los sin papeles es que sus mujeres los dejan porque creen que no vuelven a verlas porque han hecho su vida aquí. Pero no es cierto. Están en una ratonera sin salida”.
Otro de los problemas que tienen aquí los africanos es que algunos empresarios del campo incumplen el convenio. Aunque deberían pagarles el jornal a 40 euros por seis horas y media trabajadas, los inmigrantes dicen que cobran 36. “Abusan de su necesidad”, dice Abad. “Ellos sólo pueden callar. El que está trabajando con el DNI de otro, ¿qué va a reclamar ese hombre?”
En ‘las chabolas del cementerio’ no hay luz ni agua potable. Cuando llueve se estanca el agua en algunas zonas, lo que genera focos de infecciones. Tampoco hay contenedores de basura, que llega a acumularse entre algunas chozas.
El primer día que EL ESPAÑOL visita este gueto, el Atlético de Madrid está jugando la final de la Europa League. Es de noche. De algunas chabolas sale la voz del periodista que narra el partido por televisión. No se trata de un milagro: los dueños de algunos de estos habitáculos tienen generadores de electricidad propios.
«Nunca volveré a Lepe»
Abderrazak es marroquí. Tiene 48 años. Llegó a España en 2001. No tiene mujer ni hijos. Se ha divorciado dos veces. Tiene residencia legal en España. Llegó a Lepe hace cuatro meses, el tiempo que lleva viviendo en el gueto del cementerio.
Abderrazak se está preparando la cena en lo que se asemeja a una diminuta cocina.Sobre una madera tiene las especias. En otra, el aceite. En la de más allá, cuatro o cinco velas blancas que aún no ha encendido. Ha puesto a hervir varias verduras dentro de una olla. En este gueto, para guisar hay que usar bombonas de butano.
– ¿Volverás a Lepe?
– No, no. Nunca. La última vez.
– ¿En tu país conocías esto?
No, qué va. Esto no existe en Marruecos. Un amigo me habló de las chabolas de aquí. Pero yo no sabía el significado de la palabra. Ahora ya lo sé (risas).