Una comunidad de 500 personas vive a las afueras de Huéscar (Granada) sin apenas mantener contacto con el exterior y reproduciéndose entre sí.
Marcos Moreno y Andros Lozano para El Español.
– ¿Cómo estáis ahí afuera?- pregunta María Pilar-. Imagino que será una locura.
Ahí afuera, en realidad, es aquí mismo, en esta calle de tierra rajada y piedras blanquecinas del barrio de San Isidro, en Huéscar (Granada). Ahí afuera es justo debajo de mis botas. Pero no en la cabeza de la mujer que habla.
Para María Pilar -chaparra, piel morena, sonrisa eterna, bata de casa roja con corazones blancos- ahí afuera es en el resto de España, donde usted, donde cuentan que una pandemia se ha llevado por delante la vida de más de 11.000 personas. Qué jodido.
– Dicen por la tele que hay muchos muertos. ¡Qué pena más grande! Ese virus no distingue entre payos o gitanos. Yo no hago otra cosa que rezarle a las cruces de mi casa para que Dios nos proteja aquí dentro.
La mujer deja de hablar unos segundos. Ase del brazo al reportero. Con fuerza. Lo lleva a una habitación de su casa. Fuera hace frío. Dentro, un calor agradable por la chimenea de leña.
– Mira, esta es la cruz del abuelo de mi hija. La quitamos del féretro antes de su entierro. Es nuestra costumbre. Ahora le pido que aquí no entre ese endemoniao virus.
En la concepción mental de Remedios, su patria, su vida, su gente, su todo, no está más allá de esta veintena de callejuelas empinadas y repletas de casas-cueva que conforman San Isidro.
Aquí dentro viven los suyos desde principios del siglo pasado. Aquí, hace unos 120 años, una gitana, la Zopa, nació con los muslos gruesos y con malformaciones en los brazos debido al tipo de enanismo que sufría, la acondroplasia. Aquí dentro, con unos 500 vecinos, todos llevan el apellido Moreno. Muchos, si no la mayoría, incluso se apellidan Moreno Moreno. Aquí dentro, tras la venida al mundo de la Zopa, apenas se renueva la sangre porque sus habitantes tienen hijos entre sí. Y la Zopa, que aquí suena a mito, ya no es la única enana. Con el paso de las generaciones hay cinco vecinos más con enanismo y unos 40 sordos, la otra discapacidad que golpea el barrio.
Aquí dentro los Moreno han creado una fortaleza sin muros ni torreones, una isla social escondida entre Granada y Almería, entre las sierras de Cazorla, la de Baza y la de María-Los Vélez. Una isla sin agua alrededor y a un paso del desierto de Tabernas. Algo excepcional. Tanto, que el coronavirus sigue sin entrar en sus casas, aunque ya esté en la mayoría de pueblos de la provincia de Granada, donde ha enfermado a 1.300 personas y matado a casi 100.
Pero es que en San Isidro la maldición del último siglo es ahora lo que protege a quien vive aquí dentro.
«En estas tierras nadie se ha sentido mal»
Es este pasado jueves. A ratos llueve sobre Huéscar. Relampaguea. Por el camino al fotógrafo y a mí nos ha nevado. A veces cae el diluvio y a veces sale el sol. El día, como este país, ha enloquecido. El pueblo, como el resto de España, está confinado.
En la entrada, un empleado de una gasolinera fuma un cigarrillo apoyado en un dispensador de gasolina. Los otros 7.500 vecinos, con uno de ellos contagiado, están en sus casas. O casi.
En el barrio de San Isidro, apartado del núcleo urbano, no existe el confinamiento. La Policía Local y la Guardia Civil han pasado alguna que otra vez durante estas últimas tres semanas. Piden que todo el mundo entre en sus casas. Se les hace caso… pero sólo a medias.
Conforme se van los picoletos, las familias gitanas salen a la calle.
– Nosotros no salimos de aquí, dice Francisco Moreno Moreno, el patriarca de San Isidro.
Ese aquí, para Francisco, no es su casa. Aquí es su barrio entero. Por eso pasea entre la débil llovizna que ahora cae. Habla con
vecinos. Entra en otras viviendas. Lo de la distancia de un par de metros aquí no existe.
– Por el momento, en estas tierras nadie se ha sentido mal. El virus no ha llegado. ¡Y que no llegue!
Francisco, que tiene seis hijos, es el padre de María Pilar, la mujer de la bata roja con corazones blancos. María de los Ángeles, una gitana que lleva un pañuelo palestino en la cabeza y un mandil debajo del jersey, es la mujer de Francisco y la madre de María Pilar.
– Si se guarda la gente- dice María de los Ángeles mientras sus nietos corretean de casa en casa- estaremos a salvo. Yo no he gastado más lejía y alcohol en mi vida. Nos lavamos las manos a cada rato. ¿No dicen que eso mata al virus?
Los Moreno Moreno
A principios del siglo pasado se instaló en Huéscar la comunidad gitana, que durante años fue nómada por estas tierras de la Andalucía oriental. Sus miembros solían dedicarse a la venta de canastas y a pelar a los animales yendo de mercadillo en
mercadillo. Se quedaron en las cuevas de la zona, donde proliferan por su relativa cercanía al desierto almeriense de Tabernas. Fueron dos o tres familias las que se asentaron. Una de ellas era los Moreno Moreno, cuyos descendientes llegan a la actualidad.
En total, en Huéscar viven ahora en torno a 550 gitanos. Unos pocos residen en el casco urbano. La mayoría, unos 500, en San Isidro, adonde se llega saliendo del pueblo y girando a la derecha por una carretera que pronto deja de serlo para convertirse en un camino sin asfaltar.
En San Isidro no existen cifras oficiales. Sólo cabe la cruda realidad. La luz y el agua corriente llegaron aquí a finales de los 90. Hasta entonces se cocinaba sobre leña y en cazos de hierro fundidos a mano. La mayoría de los vecinos no están alfabetizados.
Indalecio, uno de ellos, tiene 27 años. No sabe leer ni escribir. Pero sí de cazar jilgueros. Lleva uno siempre consigo dentro de una jaula. A veces, mientras camina sin rumbo, pone pegamento entre un puñado de ramitas con unas migas de pan. Dice que por si acaso se queda pegado algún pajarillo que le guste.
Indalecio fuma a destajo. En el dorso de la mano izquierda lleva tatuado el nombre de su ex, Patricia, con la que tuvo una hija.
– Me dejó. Se fue con otro de Lorca (Murcia). De aquí sólo se van los que ponen cuernos.
En San Isidro muchos niños no acuden al colegio y sus padres temen a los servicios sociales como a una vara verde. Aquí, el trabajo es lo que algún privilegiado tiene en el campo recogiendo hortalizas para un terrateniente.
En este barrio que no es un barrio sino un gueto se subsiste de las ayudas sociales, de Cáritas o de los pollos que primero se crían y luego se cuecen con arroz en una olla.
En San Isidro, como apenas nadie va ni casi nadie viene -los periodistas parecemos como llegados de Australia- las relaciones sentimentales y sexuales, salvo excepciones, se tienen con los vecinos del barrio. Con la prima hermana. Con el sobrino segundo. Y ahí es donde vienen los problemas genéticos.
Ese proceso reproductivo endogámico y carente de renovación genética es la causa de los dos grandes males, la sordera y el enanismo, que se ceban con los gitanos de Huéscar.
Se estima que hoy en día hay en torno a 1.000 personas en todo el país con acondroplasia. Que cinco de ellas vivan en una comunidad de poco más de medio millar de habitantes es algo extraordinario.
“No hay duda. Se explica por la relación de parentesco que existe entre los progenitores. Al existir cruces consanguíneos aumenta la probabilidad de que aparezcan enfermedades genéticas”, explicaba hace dos años, cuando EL ESPAÑOL contó la historia jamás contada de este lugar, Manuel Pérez-Alonso, asesor científico del Instituto de Medicina Genómica y profesor de genética de la Universidad de Valencia. “Ellos mismos han creado una isla cultural que favorece su aislamiento”, añade, al estilo de pequeñas comunidades mormonas o de judíos ultraortodoxos.
«Si el virus nos coge, nos lleva»
Pablo tiene 29 años. Es largo y delgado como un pincel. También es sordo, aunque sabe leer los labios y aprendió el lenguaje de signos en Granada, donde le enseñaron a vocalizar. Hace dos años, Pablo tenía como mujer a Reme, de 33, que padece acondroplasia.
Pero este jueves Pablo cuenta que han roto. Ella se ha ido del barrio y le ha dejado la niña que tuvieron juntos. Ahora Pablo está con Guadalupe, una chica sorda que antes vivía dentro de Huéscar con sus tres hermanos, también sordos. En los DNI de Pablo y de Guadalupe aparece el apellido Romero. Son familia.
Ni Pablo ni Guadalupe llevan puestas mascarillas o usan alcohol antiséptico. Piensan que no lo necesitan. Bastante tienen con alimentarse ellos y a la cría de él, que ahora se ha encaprichado con un cachorrito de perro al que dan leche en una jeringa.
– Si el virus entra en el barrio, nos vamos tos con los pies por delante, dice Pablo.
Sus palabras no sé si suenan a broma o a la más devastadora de las hipótesis.
– Somos pobres. Si nos coge, nos lleva.
Ahora suenan a realidad.
Pablo cobra una pensión de 300 euros por su discapacidad. Con eso y las gallinas, él, Guadalupe y su hija han de vivir. O más bien, sobrevivir.
La historia de Pablo es el reflejo vivo de lo que pasa en San Isidro. Él, sordo, estaba con una mujer que sufre acondroplasia. Ahora está con una chica también sorda.
Hace cuatro décadas, cuando ni Pablo ni su ex habían nacido, la madre de Pablo y el padre de la ex se juntaron y tuvieron un hijo.
Lo llamaron Juan José. Nació prácticamente sordo. Se convirtió en el hermanastro de ambos.
Cuando creció y se hizo un chaval, Juan José se casó con otra muchacha del barrio, María Pilar, la mujer de la bata roja con corazones blancos. Ambos, Juan José y María Pilar, tuvieron una niña de tez morena y pelo ébano a la que pusieron Paula. Esa joven tiene ahora 21 años y sufre acondroplasia.
Este jueves, Paula sostiene a su hijo de un añito en su regazo. Ya está casada. Se está sacando el graduado. Cuando tenía 19 años me contó una cosa: quiero ser veterinaria. Ahora me cuenta otra: ni mi marido ni yo trabajamos. La pareja vive en la casa de su madre junto a una hermana, de 16 años, que también es mamá de un niño de la misma edad que el suyo.
– Mi niño no tiene nada, gracias a Dios. Ni un resfriado quiero que me coja. -dice Paula, bisnieta de la Zopa, la gitana con la que empezó todo este quilombo.
«Tenemos miedo»
Son las cuatro de la tarde. Sebastián Moreno Moreno, de 79 años, duerme la siesta en un pequeño sofá de su casa, a la entrada de San Isidro. Él es de los pocos que lleva puesta una mascarilla. Sebastián es sordo.
Mientras, Carmen Moreno Moreno, su mujer, de 66, ve una telenovela que están echando en un pequeño televisor.
Cuando ven llegar a los periodistas, el matrimonio sale a la calle.
– Tenemos miedo- dice Carmen- Somos mayores. Por eso mi marido no se separa de esa mascarilla. Dicen que ataca más a los
viejos y él no está muy bien de los pulmones.
Uno de los hijos de Sebastián y de Carmen vive en la casa que hay al lado de la suya. Se llama Francisco. Y sí, claro: Moreno
Moreno. Tiene 35 años y seis hijas. Una de ellas ya lo ha hecho abuelo.
– Si yo no tengo dinero ni para comer, ¿cómo quieren que me proteja de un virus? El hambre, te lo aseguro, mata más que ese bicho. Además, que esa enfermedad es cosa de ahí afuera. Aquí eso no pasa.